martes, 7 de abril de 2015

En blanco (o en negro)



   No surge nada. Nada. Ni si quiera me ayuda el güisqui matado de mala manera con un par de cubitos de hielo que hace tiempo que pasaron a mejor vida. Hoy no es un día bueno para escribir. No quiere aparecerse ningún personaje estrafalario con alguna historia que vivir (o morir).
   Hoy solo hace calor y los vecinos gritan en la calle jodiendo al personal. El silencio es pieza cotizada en esta parte de la ciudad, me temo. Las malditas cortinas se intentan suicidar asomando más de medio cuerpo por la ventana. No se aguantan ni ellas mismas o quizá intentan huir de un ambiente mortalmente cargado de humo (y es que ya llevo medio paquete de tabaco y no hace ni dos horas que lo compré). Me retuerzo, incómoda, en la butaca del despacho y la percusión constante de mis dedos sobre la mesa acaba por ponerme nerviosa.
   Abro Internet. Te echo de menos. Busco en las páginas de tu periódico, en tu blog, en tu perfil cerrado a cal y canto, en las  noticias, en las fotos de la semana pasada presentando tu último libro. Y veo que estás bien. Con ella. Siempre colgada del brazo. Algo más gordo, quizá; algo más viejo, seguro; más canoso, eso es algo que siempre me gustó de ti. Eso y tus mentiras, deliciosamente reales.
   Sé que esto no me hace bien, pero mi otro yo se calma al verte tan feliz. Y los gritos desquiciados de mi cama llamándome consiguen convencerme para que cierre esto y me acueste abrazada a la almohada que hace tan solo un año compartías conmigo. Se siente sola, como todos. No me quedará más remedio que hacerla caso e irme a consolarla.

Imagen:
http://www.deviantart.com/art/Black-and-White-380667223

viernes, 3 de abril de 2015

Hammerklavier



   La gran sonata para piano de martillos ha sido siempre un desafío para cualquier músico que se precie. Juan se empeñó en interpretarla en el concurso y las sonrisas de escepticismo no tardaron en aparecer en muchas caras. Las mismas que se asombran tras el primer movimiento, y que llegan a las lágrimas con el impresionante adagio que recorre como una caricia al ya entregado auditorio. Al acometer la fuga del último movimiento, la sala es incapaz de respirar en sus asientos y estalla en aplausos cuando Juan, exhausto, finaliza brillantemente la pieza. Algunos, incluso, se ponen en pie, recompensando el esfuerzo de tantos meses de preparación. Casi parece increíble.
   Juan les mira serio, sudoroso, con los brazos cruzados, marcando las distancias. Les observa, sin pestañear. No hay un gesto en su cara que denote lo que puede estar pensando. Pasea su mirada azul por el patio de butacas del auditorio plagado de gente que aplaude entusiasmada tras anunciarse que él es el indiscutible ganador del Concurso.
   Yo ya sabía que sería así. Estaba convencida de que les dejaría a todos boquiabiertos. Juan es un chico con un talento especial, lo supe la primera vez que le senté frente a un piano y de eso hace ya más de tres años.
   Los aplausos se alargan en el tiempo y Juan se impacienta. Ve sonreír a sus padres y a su hermano pequeño, eso le gusta; pero se siente incómodo siendo el centro de atención de tantos desconocidos.
   Sus grandes ojos me buscan en las primeras filas y, con un par de zancadas, baja a buscarme para llevarme de vuelta con él al escenario. Conmigo se siente seguro.
   Los nervios hacen que clave las uñas en mi brazo, inconsciente de que eso me hace daño. Le miro y, en voz baja, le insto a calmarse y relaja la mano que aprieta mi brazo. Con el control que parecía tener hace un momento, interpretando extasiado una de las piezas más complejas de Beethoven. Se miraba las manos, absorto, mientras éstas corrían por las teclas del inmenso piano de cola situado en el centro del escenario. Durante la interpretación, Juan había permanecido con la mirada perdida en el infinito del atril vacío, mientras las notas de la “Hammerklavier” cobraban vida propia. Se balanceaba en la banqueta siguiendo el ritmo de una pieza aprendida de memoria por propia exigencia y voluntad. Siempre ha sido un perfeccionista, convirtiéndose en un experto del tema. Un virtuoso al piano que, ahora, obtenía su recompensa con un auditorio entregado y emocionado después de oírle tocar.
   Uno de los miembros del jurado le hace entrega del diploma y le pide que diga unas palabras. Pero Juan se ve incapaz de hablar frente a tanto desconocido y, con una simple mirada, busca mi complicidad. No tengo nada preparado, pero sé lo que debo decir:
   —Gracias a todos. —Mis palabras se mezclan aún con los últimos aplausos del público—. Soy Ana Diez, la profesora de piano de Juan. Él es un poco tímido… por eso seré yo quien hable. Ante todo, de nuevo, gracias por estos aplausos. Ahora os contaré algo sobre Juan para que le conozcáis: tiene dieciséis años y está terminando secundaria, le encanta jugar al Risk, lo sabe todo sobre la vida y obra de Beethoven, os puedo decir que es un perfeccionista, disciplinado a veces, cabezota otras, lector impenitente de Poe, tiene alergia a los gatos y es autista. Hubo quién le quiso quitar la idea de presentarse a este concurso porque, de todas las cosas que os acabo de decir,  sólo supo quedarse con la palabra “autista”, olvidando las demás. Como veis, no se puede definir a Juan con una sola palabra. Por suerte, no todo el mundo es así…
   Juan me coge del brazo para llamar mi atención. Le da vergüenza cuando hablan de él. Me giro y le veo decidido a hablar. Le sonrío y me devuelve la sonrisa. Se acerca al micrófono y su voz adolescente rompe el impresionante silencio del auditorio:
   —Gracias.
   Un serio y simple “gracias” que arranca de nuevo los aplausos de la gente. Juan se vuelve hacia el piano buscando el refugio de la banqueta. La coloca con exquisita precisión y hace un reprise del Allegro de la sonata. Supongo que es la mejor manera de ponerle final al discurso.

Imagen:
http://www.deviantart.com/art/Piano-Rainbow-121020493