martes, 26 de abril de 2016

Alex. ('Con nombre propio')




El despertador, implacable, le tira de la cama. Hubiera preferido quedarse con ella un par de horas más, acurrucado entre las sábanas. Está convencido de que acabará llegando tarde a la reunión. Maldito tráfico en hora punta. Es lo que tiene vivir a las afueras de la gran ciudad: una inmensa casa con jardín, pero ni siquiera ha amanecido y ya tiene que levantarse. Por un segundo, se ve tentado de encender la luz de la mesilla pero piensa en ella que duerme plácidamente y decide no hacerlo para no despertarla.
(…)
Respira profundamente y se pone la chaqueta, resignado. Al abrochársela se percata de que olvida su cinturón. Vuelve a la cama y rebusca entre las sábanas hasta dar con el cuerpo de ella. Recorre los hombros, los brazos, las muñecas a la espalda y su cinturón, atado con fuerza. Lo desata y lo desliza suavemente. Ese sonido eriza su curiosidad y no puede reprimir las ganas de encender la luz.
La pequeña lámpara de mesa ilumina la escena. Ella, tumbada boca abajo, con las manos aún a la espalda y unas marcas rojizas en las muñecas que denotan que las ataduras se han prolongado demasiado en el tiempo. Él sonríe, satisfecho. "Al menos en nuestro juego sigo llevando yo las riendas".

martes, 19 de abril de 2016

Clara. ('Con nombre propio')



(…)
La maldita crisis económica se estaba llevando todo por delante y mi marido acabó en un trabajo que le gustaba aún menos que yo. En mi caso fue diferente, me surgió la oportunidad de dar conferencias sobre el positivismo y la mejor manera de afrontar los problemas. Tenía gracia, yo dando consejos de cómo superar los malos momentos. Pero es lo que tiene cuando de tu pared cuelga un título de licenciada en psicología. De las primeras de mi promoción. Aquella Clara sí que aspiraba alto, muy alto. Suerte que apareció mi marido para recordarme que mi sitio estaba en la cocina.
Ahora viajo mucho. Y casi mejor, el ambiente en casa es irrespirable. Nunca quiere salir, ni tampoco hablar. Si le ignoro se enfada y si le hago caso también. Con lo que la mejor manera de estar es no estando.
He llegado a la conclusión de que ya no puedo aspirar a más. Tengo casa, un buen trabajo, un compañero de piso al que cuidar -y no hablo del perro-, poco tiempo para echar en falta el amor, vamos, que lo tengo todo. Ya no necesito sentir deseo ni sentirme deseada. Cuando quiero recordar lo que es amor, me pongo una de esas viejas películas donde las chicas guapas conquistan a hombres interesantes y se dicen frases como "no quiero perder la oportunidad de conocerte".
Y así mi vida va bien, tranquila, centrada. No pierdo tiempo ni esfuerzo en cosas inútiles como despertar interés en otros o estar enamorada. Eso son cosas que no pasan.
Me encanta mi trabajo. Además, las conferencias me obligan a dormir en Barcelona al menos un par de veces al mes. Es una suerte poder trabajar allí. La ciudad es acogedora y mi empresa me ha buscado un buen hotel. Ya soy casi como de la plantilla y hasta el director me trata de tú.
Es un hombre serio, de pelo canoso. No tendrá más de cuarenta y cinco, piel morena y cuerpo cuidado. No me extrañaría que matara parte de su tiempo en ir al gimnasio del hotel. Huele siempre a after shave y tiene una sonrisa blanca y perfecta.
Tiene gracia cómo, en apenas cinco minutos, alguien consigue llamar tu atención de una manera tan intensa. Al principio, no quise darme cuenta, pero reconozco que acabé buscando la manera de coincidir con él, a mi llegada o antes de marcharme, todo con tal de cruzar un par de frases cordiales y sin fondo.
(…)

miércoles, 13 de abril de 2016

Raquel. ('Con nombre propio')



Nos amordaza limitando nuestra voluntad, atenazando nuestros movimientos; influyendo en nuestra consciencia e inconsciencia, marcando siempre lo que debemos hacer, sujetos por simulacros de moral. Ese es el pudor: quien nos obliga a sentir, a pensar, a tocar a su manera. Manteniéndonos a salvo de los más bajos instintos, del ansia de placer.
Cuando te conocí, mi pudor venía conmigo, vigilante. Sujetaba mis manos; tapaba mi boca, cubría mis ojos para no dejarte ver mi deseo, aquello que en verdad quería hacer y que me hicieras.
La coraza invisible que mi pudor había creado me mantenía a salvo de ti, de los intentos de caricias bajo la mesa, de las palabras lascivas que susurrabas cerca de mi oído buscando provocarme.
A esas alturas ya estarías cansado y a punto de rendirte. Pensaba mucho en aquello, en por qué no era capaz de despojarme de mi maldito pudor y salir corriendo a buscarte, olvidando lo aprendido y deseando que me enseñaras a ser perfecta para ti, sin preocuparme del antes ni asustarme de lo que viniera después.
Tomé una decisión. Esa noche dejé a mi pudor aletargado en el sofá y salí a buscarte. El alcohol y las ganas de sentirte dentro de mí hicieron el resto.
Despojada de la vergüenza y llevando apenas un vestido de tirantes, acabé en tu casa. Dimos rienda suelta a mis más bajos instintos acumulados durante tanto tiempo, derramándome gota a gota como siempre había querido hacer contigo, como tú merecías.
Saboreaba el momento y a ti, disfrutándote, intentando cumplir con lo que me pedías, con lo que esperabas de mí. Nadie se te había entregado así, alcanzando ese punto desvergonzado, irracional. Me estremecía arrebatada por el ansia y las ganas de mostrarte lo obediente que podía llegar a ser para ti.
Me gustó experimentar contigo, olvidando la culpa. Llegar a traspasar mis propios límites y, después, dejarme morir en ti para comenzar de nuevo sin habernos recuperado. Sintiendo el tacto de tus manos diestras sobre mi cuerpo ingenuo. Rompiendo tabúes, haciéndolos reventar contra el suelo, donde también acabamos tú y yo, gimiendo y sudando. (…)

martes, 5 de abril de 2016

Carlos. ('Con nombre propio')




Aquel verano acepté trabajar en la radio como apoyo psicológico en uno de esos programas a los que la gente llama para desfogarse contando sus miserias. Mi gabinete estaba en horas bajas y algo como aquello podría darme la publicidad que necesitaba.
La noche que Carlos llamó estaba siendo bastante intensa, con historias de esas que emocionarían a cualquiera con un mínimo de sensibilidad. Pero yo permanecía impasible, como de costumbre, manteniendo las distancias asépticas. Es mejor no empatizar si no quieres que esta profesión acabe pasándote factura. Hasta que oí su voz. Aquel "hola" irrumpió en el estudio poniendo en alerta mis sentidos. Era una voz distinta, de tono serio y algo inseguro. Cortante en sus respuestas pero desesperado por desahogarse contando aquello que le quemaba por dentro.
Poco a poco fue bajando la guardia mientras desgranaba su historia. (…)