Ana se mira en el espejo y observa la imagen patética que éste le
devuelve. Frente a ella, un cuerpo delgado, fibroso, cincelado a base de
gimnasio y algún retoque de bisturí que jamás confesará. ¿Cuántos años puede tener?
¿Cuarenta? ¿Cincuenta? Nadie lo diría.
Quien la viera ahora no creería que es esa mujer fría y calculadora
que arrasa a su paso, conduciendo con mano dura los designios de una importante
empresa. Esa a la que nada parece afectarle. La que nunca concede una tregua
cuando se fija un objetivo, consiguiendo siempre quedar por encima de todo y de
todos. Nadie sería capaz de encontrar ni uno solo de los rasgos de esa Ana en
el reflejo que ahora aparece en el espejo.
Ante ella sólo hay una niña vulnerable y huidiza, de esas que se
acobardan con la sola presencia de un desconocido desnortado que las aborda en
plena calle.
Se acerca al espejo y apoya las manos en el cristal. Al otro lado, la
niña grita por salir, por escapar de esa otra realidad, por encontrar alguien
que la abrace y consuele, alguien que quiera cuidar de ella.
Ana cierra los ojos por un segundo. Le asquea la imagen que el espejo
le devuelve. Piensa que todo sería más fácil si estuviera entre los brazos de
aquél que había logrado conocerla tal cual era, protegiéndola, cuidándola; y
que, de pronto, había decidido dejarla sola sin tan siquiera una explicación.
Apoya la frente en el espejo. Exhala un suspiro. Abre lentamente los
ojos, con resignación. Puede ver su cara a través del vaho que se ha formado,
borrosa, desdibujada. Sus ojos inermes buscan consuelo… En vano.
Violentamente se retira del espejo, con rabia, con asco, despreciando
la imagen que ve. No puede permitir que nadie encuentre esa niña frágil y
endeble. (…)
No hay comentarios:
Publicar un comentario