Son casi las doce. La casa está en silencio, a
oscuras, en calma. Y por fin puedo pensarte. Camino descalzo procurando no
hacer ruido. Todos duermen ya: mi mujer, mis hijos.
Miro, aburrido, el ir y venir de los peces
dentro del acuario. Ese maldito acuario al que mi mujer dedica más tiempo que a
mí. Me acerco a la ventana para fumar uno de esos cigarrillos que el médico me
ha prohibido. El viento mueve cadencioso las cortinas y la brisa alborota mi
pelo, esparciendo por la habitación el humo de este cigarro clandestino. En la
calle, apenas si se oye una sirena que
se aleja, escandalosa. Y en la escalera, los tacones de Nuria me avisan de que
vuelve a casa después de todo un día de trabajo.
La imagino entrando en casa, saludando al gato
con un gesto cariñoso, quitándose los zapatos y dejándolos por medio, entrando
un momento en la cocina para coger un brick de zumo y llevándoselo a su
dormitorio…
Veo cómo se enciende la luz de su habitación,
rutina de cada noche que yo sigo en silencio escondido en la oscuridad de mi
despacho. Sé que Nuria no sabe que la miro y eso me gusta y, a la vez, me
apena. Soy un espía, observándola en su vulnerabilidad, en su intimidad.
El viento mueve sus cortinas y puedo ver su
cuerpo reflejado en el espejo mientras se desnuda. Está tan guapa con ese
vestido azul, ligero, de tirantes finos, tan sencillo de quitar...
Recoge su pelo en una larga coleta alta,
dejándome ver sus hombros, y desliza la cremallera de la espalda. Baja
lentamente los tirantes y el vestido cae resbalando por su cuerpo delgado. Y no
puedo apartar la vista de esa silueta que apenas se adivina al trasluz de las
cortinas.
Despreocupada, va y viene por la habitación
intentando poner un poco de orden, mientras en mi cabeza reina el caos (…).
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