Siempre he pensado que eso del amor está
sobrevalorado. Realmente, ¿qué es amor? ¿Quién se encarga de decidir lo que ha de ser para cada uno?
Hay tantas clases de amor como personas, pero los apasionados de los tópicos
y las clasificaciones suelen reducirlo a dos categorías: el amor de mujer y el
de hombre. Demasiado básico, demasiado simplista, las cosas nunca son blancas o
negras.
De siempre nos han inculcado que el
hombre es más visceral y la mujer más pasional. Y, por eso, muchas se engañan
pintando de amor sus pasiones, para no sentirse culpables si, en algún momento,
acaban gozándolo contra la pared de un aparcamiento vacío.
Eso no es malo —lo del aparcamiento—, solo
que no es amor sino sexo. Pero muchas temen decir esa palabra en voz alta.
Reminiscencias de un estilo de vida ya pasado que no termina de destilarse.
Yo me he cansado de sostener esa mentira
y, desde que él se marchó, he decidido
convertir mi vida y mi cama en motel de paso, para cualquiera que tenga tiempo
y ganas de prestarme atención.
Mis amigas piensan que, en el fondo, soy una ninfómana
descontrolada que no sabe reconocer su adicción. Lo que no saben es que el
amor, el verdadero amor, solo se siente una vez. Y yo ya lo sentí y lo perdí, o
mejor dicho me perdió, porque creo que, ese pobre desgraciado, no sabe realmente lo que ha dejado atrás.
Y le imagino en brazos de alguna
intentando centrarse para no pensar en mí, en la resistencia de su cinturón y
las gotas de sudor lloviendo la cama, en las cenas románticas que
improvisábamos al salir del trabajo, en las tardes de cine clásico en el sofá
rojo del salón, …
Estoy segura que más de una vez ha
pensado en mí, como yo pienso en él. Y que más de dos veces se ha tenido que
sujetar las manos para no llamarme desde cualquier cabina, en mitad de una
noche perdida.
Pero, por suerte, el tiempo todo lo cura;
y ahora él tiene su espacio y yo la cama llena. Y no me siento mal por ello, ni
consiento que ningún desgraciado me etiquete con apelativos reservados únicamente para
nosotras, porque si yo fuera un hombre, ninguno de los que ahora me escucháis
os lo plantearíais. Al contrario, aplaudiríais mi actitud (siempre que no fuera con vuestra hermana,
claro).
No considero que los hombres que pasan por mi cama sean pañuelos de usar y
tirar, algunos también tienen su encanto, a veces hasta una conversación
interesante, solo que no suelo darles tiempo extra. Me gusta dormir sola y una
vez me he duchado espero no encontrarles entre mis sábanas.
Sería divertido ver como uno de esos
escritores, que enarbolan la bandera de ser grandes conocedores del alma
femenina, se arriesgara a escribir sobre alguien como yo: una mujer con
carácter que se cansó de teñir de amor lo que, en el fondo, es simplemente
sexo.
Pero no les veo capaces (por no decir que
“les faltan huevos”). Las mujeres como
yo les intimidan, les acojonan; y prefieren esconder su cobardía bajo columnas
de periódico, donde nos ponen de vuelta y media, y hablan de la decadencia del
feminismo o, peor aún, se atreven a inventar conceptos innovadores como
“feminismo nazi”, una de sus últimas demostraciones de torrencial ingenio.
A esos, a los que se creen en poder de la
verdad, a los que piensan que conocen el secreto de las mujeres, les reto a que
vengan aquí y hablen de mí, una mujer independiente que no necesita amor
para seguir adelante, ni tampoco un
hombro —de hombre— en el que apoyarse y a la que le gustan los revolcones
ocasionales tanto o más que a ellos.
No vendrán, no, porque en el fondo no soportan
ver su reflejo en un cuerpo más perfecto. O quizá sea, simplemente, porque
temen sucumbir.
Imagen:
http://www.deviantart.com/art/Femme-fatale-245613504
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