Es casi la hora. Con impaciencia fumo el enésimo cigarrillo mientras
te espero. Sobre la mesa dos cafés humeantes y una cajetilla de tabaco abierta.
Esta vez soy yo quien te pone la tentación a mano. Llevo meses oyéndote decir
que has dejado de fumar y los dos sabemos que no es verdad.
Entras silbando una cancioncilla pegadiza que, seguramente, te has
inventado mientras subías en el ascensor. El flequillo revuelto por el viento.
Ese jersey azul que me gusta tanto. Arrastrando los pies como un niño y es que,
en el fondo, sigues siendo un niño. Tus ojos te delatan, por mirarlo todo con
infinita curiosidad.
Te sientas a mi lado, sé que estás sonriendo. Tu colonia inunda el
ambiente. Tamborileas nervioso sobre la mesa y tus dedos, disimulando, caminan
hacia la cajetilla abierta. Has caído en mi trampa. Rozas los filtros y eliges
un cigarro, como quien escoge entre un puñado de caramelos.
No vas a encenderlo, lo sé y lo sabes, pero me miras de reojo para
confirmar si me he dado cuenta de tu robo. Lo sostendrás entre los dedos,
jugueteando con él. Tal vez lo acerques a tu boca, fingiendo una profunda
calada. Tal vez lo coloques detrás de la oreja antes de irte para disfrutarlo
en esos cinco minutos perdidos que te llevan a la boca de metro.
Carraspeas y comienzas a leerme el cuento que toca hoy. Tu voz resuena
serena y pausada, con esos matices que delatan de dónde viniste. Ese acento
català que no puedes, ni quieres, disimular.
Disfruto
tanto cuando vienes a leerme. Sólo a mí. (…)
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