El despertador, implacable, le tira de la cama. Hubiera preferido
quedarse con ella un par de horas más, acurrucado entre las sábanas. Está
convencido de que acabará llegando tarde a la reunión. Maldito tráfico en hora
punta. Es lo que tiene vivir a las afueras de la gran ciudad: una inmensa casa
con jardín, pero ni siquiera ha amanecido y ya tiene que levantarse. Por un
segundo, se ve tentado de encender la luz de la mesilla pero piensa en ella que
duerme plácidamente y decide no hacerlo para no despertarla.
(…)
Respira profundamente y se pone la chaqueta, resignado. Al
abrochársela se percata de que olvida su cinturón. Vuelve a la cama y rebusca
entre las sábanas hasta dar con el cuerpo de ella. Recorre los hombros, los
brazos, las muñecas a la espalda y su cinturón, atado con fuerza. Lo desata y
lo desliza suavemente. Ese sonido eriza su curiosidad y no puede reprimir las
ganas de encender la luz.
La pequeña lámpara de mesa ilumina la escena. Ella, tumbada boca
abajo, con las manos aún a la espalda y unas marcas rojizas en las muñecas que
denotan que las ataduras se han prolongado demasiado en el tiempo. Él sonríe,
satisfecho. "Al menos en nuestro juego sigo llevando yo las riendas".
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