Llevo tanto tiempo en paro que se podría decir que mi trabajo consiste
en buscar trabajo. Al principio me descartaban de las ofertas por no estar
suficientemente cualificada. Ahora es por lo contrario: «Demasiada preparación
para el puesto que ofrecemos». Y después, si les pesan los remordimientos,
añaden: «Con este currículum no tendrá problemas para encontrar algo mejor». Y
yo siempre me quedo con ganas de contestarles: «Claro, yo es que no trabajo
porque estoy esperando algo mejor», pero al final acabo mordiéndome la lengua y
saliendo de allí con la mayor dignidad posible.
La casa está vacía. Joaquín arrasó con todo cuando decidió marcharse.
Bueno no, según él, sólo se llevó sus cosas. A mí me dejó la cocina, la plancha
y la cama. Lógico, en los últimos dos años es para lo único para lo que he
servido: cocinar, planchar y…
Mis amigas hace tiempo que procuran no llamarme. Normal, estoy en
plena fase de autocompasión: etapa en la que no soportas a nadie y te pasas el
día quejándote de lo asquerosa que es tu vida.
Y yo me pregunto: ¿para qué seguir aquí? Con lo que Joaquín me pasa
apenas tengo para pagar el alquiler y el paro se me acabó hace meses.
Sin dinero, sin amigos, sin trabajo y sin ganas. Creo que cumplo todos
los requisitos para quitarme de en medio. Cogeré los últimos veinte euros que
me quedan y haré una visita a la farmacia. Seguro que tienen algo fuerte para
terminar con esta situación de raíz. Las recetas son fáciles de conseguir; nada
más sencillo que hacer una visita al médico y contarle lo estresada que me
encuentro y, sin más, tranquilizantes por un tubo, nunca mejor dicho. Así
funcionan las cosas en este país, no se molestan en buscar más allá. Nos dan
cualquier cosa con tal de que no les demos guerra.
Con mis recetas y mis veinte euros bajo arrastrándome a la farmacia
que, por suerte para mí, no cae muy lejos de mi casa, una urbanización que
colecciona intentos de nuevos ricos -ahora venidos a menos con esto de la
crisis.
Hace una mañana asquerosamente soleada. En estos días sin salir de
casa, la primavera ha decidido instalarse entre nosotros. El jardinero está
retocando los rosales. Tendré que saludarle y, sinceramente, no me apetece
fingir una sonrisa acompañada de retazos de anodina conversación.
Me ha visto. No tengo escapatoria. Me saluda con la mano haciendo
aspavientos para que me acerque. Ya sí que no me libro de las cuatro frases
vacías de rigor. (…)
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