martes, 29 de marzo de 2016

Noelia. ('Con nombre propio')



Te miro. Sigo tus gestos con escrupulosa atención; disfrutando de cómo apoyas en ellos la pasión de tus palabras. Me he convertido en una incondicional de tus canas, incluso de esa arruga que asoma cuando frunces el ceño en tus fingidos enfados. La seriedad del traje y la corbata, impecables, contrastan con la pulsera de cuero que surge indiscreta en tu muñeca cuando estiras el brazo para escribir en la pizarra.
Tu voz resuena enérgica, invadiendo cada rincón del aula. Y en tus ojos, vivos, verdes, se alcanza a ver al niño que fuiste y que aún se resiste a abandonarte.
Puedo imaginarte fuera de aquí, de esta disciplina encorsetada, que tan poco te gusta, por ser la culpable de poner freno a tu imaginación.  Yo me dejo llevar por la mía, pensando en el calor de tus caricias, el sabor de tus besos apasionados y la sonrisa sincera que fluye tras el beso.
Y me olvido de dónde estoy, nadando en conjeturas de tiempos posibles, futuros que quizá estuvieras dispuesto a vivir conmigo. Eso si caes en la cuenta de que estoy aquí, claro. Tan pequeña, irrelevante, con mi enfermizo afán por pasar inadvertida. Cosa fácil entre tantas minifaldas y escotes que buscan provocarte. Y estoy convencida de que, en algún momento, habrán conseguido su propósito. (…)

martes, 22 de marzo de 2016

Jimena. ('Con nombre propio')



Había quedado con las chicas en la cafetería de la esquina y, como de costumbre, llegaba más que tarde. Jimena acababa de volver de Nueva York después de seis meses de trabajo bien pagado pero poco gratificante. Es lo que tiene ser abogada de políticos: suculento sueldo que nunca deja buen sabor de boca.
Jimena era una mujer fascinante. Sarcástica y con gracia para contarlo, nos deleitaba con anécdotas rocambolescas que sólo a ella podían sucederle. Pero estábamos tranquilas, nada parecía afectarle. Se había construido una firme coraza que le protegía de todo y de todos. Nadie podía acceder más allá de donde ella consintiera. Tan hermética, tan fría. No se permitía demostrar debilidad. Yo siempre le he tenido envidia por eso.
Las risas de las chicas podían oírse desde la calle. Jimena había desplegado su artillería pesada destilando ironía en cada palabra. Me senté rápidamente tras soltar un recurrente "hola, lo siento" y una de ellas me puso al día con un par de pinceladas.
-Jimena nos está contando que ha conocido a un chico por Internet. Inteligente, guapo, divertido, romántico… ¡Vamos, el hombre perfecto!
Imagino que se me notó demasiado el gesto de desaprobación después de lo que acababa de oír.
-No me mires así -espetó Jimena-. Me aburría, algo tenía que hacer, ¿no?
A esa provocación era mejor no contestar, así que decidí remover el café hirviendo que me acababan de traer y escuchar. Jimena se sabía el centro de atención y, coqueta, continuó con la historia. (...)


martes, 15 de marzo de 2016

Catalina. ('Con nombre propio')

 “El viento agita las ramas de los árboles moviéndolas de un lado a otro de la calle. Unas veces lentamente, otras de forma brusca, obligándolas a soltar las hojas que caen con un grito mudo hasta acabar arrastrándose por el suelo, moribundas, a merced del viento impertinente y de los pasos rápidos de la gente.
 Se va notando ya el frío. Algunos suben las solapas de sus chaquetas, intentando así zafarse de él. Pero el frío se cuela por cualquier resquicio mordiéndoles por dentro, obligándoles a encogerse dentro de sus chaquetas buscando refugio.
Diminutas gotas de lluvia lo salpican todo. Invisibles, van calando sin prisa lo que encuentran a su paso, cuajando los cristales de los coches de pequeñas motas transparentes que resbalan como lágrimas, dejando ondulados surcos brillantes.
Mis botas se sienten niñas mientras juegan en los charcos de hojas que se han ido formando a lo largo del camino. Paseo parapetada tras mi bufanda y con el pelo enredado en las manos del viento que me acompaña mientras saco al perro por el parque que hay frente a tu casa.
Sé que me estás mirando desde tu ventana, observando el juego que me traigo con las hojas, con el aire, con las pequeñas gotas de lluvia que se escapan cuando el viento cesa. Imagino lo que estás pensando, el odio que guardas. Ése que aún no ha desaparecido, el que te obliga a mantenerme lejos de ti (…)”.

martes, 8 de marzo de 2016

Diego. ('Con nombre propio')



Me considero un escritor mediocre desde que ella entró a formar parte de mi mundo; viviendo de las rentas de un nombre, de una fama, ganada a base de  tormentosas historias que conseguían helar el alma de mis lectores que, en poco tiempo, me elevaron a la categoría de escritor de culto. Nunca supe bien a qué daba derecho aquella categoría, pero no se vivía del todo mal en ella.
Ni los premios, ni el dinero, ni las críticas favorables por mis últimas novelas lograban llenar el vacío que sentía por no poder dar vida a aquellos primeros personajes angustiados, heridos, que habían logrado consagrarme como escritor.
Estaba atrapado por un amor que apaciguaba mi desazón, mis desvaríos, ese lado cruel y amargo que todos nos empeñamos en ocultar, pero al que yo había convertido en la clave de mi éxito.
Su amor estaba dulcificando mi carácter, impidiéndome crear esas criaturas perdidas en traumáticas historias que sufrían la vida que yo les había impuesto.
Aunque a los ojos de los demás era infinitamente mejor desde que ella estaba conmigo, tanta felicidad estaba acabando con mi capacidad para crear. Todos insistían en recordarme una y otra vez que tenerla a mi lado me estaba convirtiendo en mejor persona. Pero nadie caía en la cuenta de que, a medida que me enamoraba como hombre, como escritor iba muriendo con novelas decadentes y sensibleras, relatos de metro que se devoraban sin apenas prestarles atención.
Yo me veía atrapado, viviendo la vida de otro. Me sentía incompleto sin mis personajes sufriendo historias retorcidas que nunca acababan bien. Me diagnostiqué un exceso de felicidad; demasiada para escribir a mi gusto, para poder zambullirme en la mente atormentada de mis criaturas y desangrar sus vidas ante incautos lectores hambrientos de nuevas novelas. Había olvidado lo que era el sufrimiento, el dolor en lo más profundo, la desolación, el miedo. Necesitaba volver a encontrarme con esa angustia, verla reflejada en los ojos de alguien. De ella, por ejemplo.
Y así, di rienda suelta a mi plan. (…)

martes, 1 de marzo de 2016

Lucía. ('Con nombre propio')



Poca gente consigue distraerme cuando estoy sentado en mi mesa de costumbre, con mi café y mi periódico. Procuro no mirar más allá de la noticia que esté leyendo. La verdad es que me importa poco lo que pueda pasar a mi alrededor, pero ella llamó mi atención desde el primer día.
Trabaja cerca de aquí, en una de esas lujosas oficinas al otro lado de la calle. Siempre sonriente. Optimista convencida y militante, hasta hace un par de meses en que cambió radicalmente. Su aspecto parecía abatido, cansado. Daba la sensación de que sus noches no se habían hecho para dormir. Se le agrió el carácter y decidió cambiar su sonrisa por una mueca avinagrada.
Hacía un par de semanas que no bajaba, como era costumbre, a tomar su café después de comer. Pero hoy ha vuelto a cumplir con su rutina. Me ha costado reconocerla cuando sus tacones me obligaron a levantar la vista, ávido de curiosidad por saber quién andaba con ritmo tan acompasado.
Parece otra. Risueña, sí, pero ya no tiene ese poso de inocencia. Algo ha cambiado en sus gestos, en su forma de vestir incluso. Me parece aún más sexy que antes. Segura de si misma. El tipo de mujer que siempre me volvió loco.
Me ha mirado y le he correspondido con un gesto amable. A fuerza de vernos a diario, acabamos por saludarnos sin más aspavientos. Una lástima que mi mujer no me deje salir con otras.
Se ha sentado en una mesa frente a la mía a disfrutar de su café y su libro, hasta que ese chico -con el que a veces la había visto- ha entrado en la cafetería. Indeciso, arrastrando los pasos, se ha acercado a ella y la ha saludado.